Desde el comienzo de la historia humana, la palabra ha sido eco en el mundo de los comportamientos. Los momentos más trascendentales en la vida de las personas se encuentran mediatizados por el lenguaje. El “si”, puede transformar una vida, porque acepta y compromete.
En una época de nuestra historia la palabra era ley: “Palabra de hombre”, se decía al refrendar una decisión, con el sello de un juramento: “Por Dios”. Talvez se recordaba que primero fue el verbo… en alusión a los textos sagrados; primero fue la palabra ordenadora del universo.
Guerra y paz son palabras contrarias e interdependientes. La una debe su existencia a la otra pero ambas tienen complementos y acepciones. Las palabras de la guerra son múltiples: estrategia, ofensa, enemigo, agresión, defensa.
La guerra toma como bandera la defensa de aquello posiblemente vulnerable: el territorio delimitado por las fronteras invisibles demarcadas en los mapas, hitos milenarios, un río, una hondonada, un puente, una calle. Los pueblos antiguos construían murallas para proteger sus ciudades, con puertas que podían cerrarse a discreción del gobernante.
Se defiende la religión, al considerársela única y verdadera; la familia y el honor. Se defiende la vida, honra y bienes de los ciudadanos; y en medio de los argumentos de agresiones y respuestas, está la palabra circunscrita a la ley.
Los primeros ataques usan el arma de la palabra que califica descalificando, minimizando, ridiculizándolo desde la imagen y el lenguaje, desconociendo su importancia como persona y mostrando una imagen falsa, negativa, distorsionada, ridícula; ponderando defectos antes que virtudes.
La minimización del otro lleva a borrar sus huellas, sus pensamientos, su lenguaje, sus creencias, sus monumentos, sus textos sagrados y profanos. Llevarlo poco a poco al olvido, hacerlo invisible y negar su existencia en pasado, presente y futuro. Eliminarlo en lo físico y en lo trascendental.
Cuando el vencedor toma su botín de guerra: archivos, secretos y recuerdos, los usa para descalificar sin piedad a su oponente.
El lenguaje de la guerra es sucio e irrespetuoso de la condición humana porque su objetivo es limpiar los espacios conquistados de la palabra que hizo historia en aquellos lugares.
En el otro lado de la tierra de nadie, el lenguaje de la paz tiene en su haber el reconocimiento del otro, la capacidad de aceptar la diferencia, la discrepancia y el entendimiento desde la tolerancia y el respeto. El lenguaje de la paz acepta todas las versiones, califica lo justo y lo no justo y entiende la validez del consenso. La verdad se convierte en patrimonio de todos y las discrepancias estudiadas en el diálogo abierto para propiciar la construcción de saberes, fortaleciendo la dinámica de la palabra hacia el conocimiento de los comportamientos.
El lenguaje de la paz acoge la justicia, derrotando la injusticia. Califica los actos humanos desde la posibilidad del bien común, corrige, enseña, muestra salidas, caminos, presenta alternativas. Establece relaciones adecuadas para la supervivencia de los seres humanos, dueños de un pedacito de universo que corresponde por derecho propio.
El lenguaje de la paz habla de los derechos a estar en este mundo bajo condiciones adecuadas, como seres humanos. Derechos a creer, a pertenecer a un grupo y a respetar creencias religiosas, políticas y sociales. Respeto por las luchas hacia el logro de una vida digna, el derecho a tener derechos. El lenguaje de la paz es sencillo, armónico, llano, sin altibajos ni resistencias. Acepta razones. La paz se encuentra en poseer un espacio de convivencia: tener una familia y lograr para ella la satisfacción de las necesidades básicas.
La educación es uno de los elementos que privilegian la paz; favorece el desarrollo de la personalidad y contribuye a construir una sociedad, en progreso y con futuro.
La paz es equilibrio emocional, pero también es equilibrio social.
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