Aquella mañana despertó cansado; había caminado desde la aldea a la ciudad santa sin encontrar huella que le recordara ese domingo de ramos; acontecimiento celebrado de tantas maneras, que había perdido el hilo de la realidad sobre la verdadera crónica de su propio suplicio. Los cronistas de los nuevos tiempos, comentaban sobre su camino solitario en medio de una multitud enardecida en la ciudad, por promesas de salvación y liberación.
Los creyentes eran los mismos: viejos cansados, lamentándose por los recurrentes dolores de cuerpo y alma; castigo anticipado en el momento fatal de las genuflexiones, por las tentaciones consentidas en los submundos de lo prohibido. La oración se perdía flotando desde lo alto de torres, plataformas, púlpitos y altares en la babel de las interpretaciones de la palabra, y la gente desfilaba en aglomerados sin par, escuchando sin escuchar y repitiendo los rezos, equivocando los contenidos.
La súplica de los desamparados parecía importar poco; ellos pululaban en los lugares santos, cargando el fardo de su destierro: indígenas, víctimas de las guerras, desplazados, víctimas de los vicios del poder y el desgobierno, agredidos, abandonados, abusados, asilados, exiliados, fugitivos, secuestrados, presidiarios, convictos, pandilleros, reinsertados, huérfanos del paramilitarismo, la guerrilla y las guerras. Todos al unísono miraban al cielo como última invocación antes de perder en forma definitiva la fe en sí mismos. Solamente Dios estaba como testigo de que entre la alabanza y el rito, parte de su pueblo estaba abandonada.
La ciudad no construyó murallas, pero sus puertas imaginarias servían para que las simbólicas llaves colgaran del pecho de los acaudalados, los mismos que hacían parte de los cortejos de oración y de las andas de los pasos en todas las procesiones. Los humildes sólo conocían los puntos de encuentro para descarga del fruto de su trabajo, lugar de espera y cruce de caminos. La ciudad era toda una procesión en la época de los recordatorios y en los momentos propicios para reavivar los remordimientos.
Los vapores de los incensarios cubrían con su aliento de esencias todos los espacios; los rituales se repetían a cada momento al igual que las genuflexiones y la postración de rodillas al paso de los venerables. Los cantos gregorianos se entremezclaban con el humo y las oraciones. Los salmos parecían quedarse flotando sobre las cabezas de los tonsurados y los relatos sagrados repetidos cada año y en cada día del año, eran el llamado a la humildad de los creyentes, a la tolerancia de los iracundos y a la paciencia de los desesperados.
En un rincón del templo un hombre cansado por los años y las decepciones contemplaba aquellos cuadros de derroche de palabras y oraciones interminables, observando con especial interés a los humildes que daban a entender que aquellos momentos de plegaría eran lo único que les quedaba de la esperanza, confiando en la suerte del milagro de las multiplicaciones, para acceder a un pedazo de pan en la figura de un trabajo digno, como compensación a aquellos días de sacrificio. Todos, desde la oración y la esperanza, han confiado durante muchos siglos, en la llegada de las cosas simples para la vida: alimento, agua, fuego, aire limpio y un pedazo de tierra para reclinar la cabeza y hacer brotar la semilla. La eterna espera del milagro de los nacimientos y las resurrecciones.
En el momento de los compromisos la plaza quedó tan vacía como los templos. La ciudad cansada buscó su reposo en aquella hora. El hombre solitario reclamó a su padre por el nuevo abandono; sentía revivir su suplicio en esta tierra extraña que no ha entendido los lenguajes del amor, la armonía, la paz, el reconocimiento del otro en el regalo de la vida. Enjugó sus lágrimas y bendijo a creyentes y no creyentes mientras una luz que iluminaba su cuerpo, lo ocultaba, confundiéndolo con el alma infinita de todas las cosas.
La llama débil de la lámpara cabeceó hacia un costado dejando todo en la penumbra de las cosas cansadas; era Martes Santo.
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