Más temprano que tarde, la naturaleza pasa la cuenta de cobro por los desmanes en contra de ella. En los cuerpos vivos, algunas manifestaciones se convierten en las alertas sobre posibles enfermedades: dolores, malestares, cambios de temperatura, cambios en la piel y variaciones en el funcionamiento interno. En el mundo de los excesos se hace trabajar a algunos órganos y sistemas, más allá de su capacidad. En caso contrario, un buen sistema de vida, favorece la aparición de espacios de tranquilidad y felicidad, porque a nivel personal, todo depende del cuidado permanente del cuerpo y del alma.
Como parte nuestra y de nuestro entorno, la tierra aparece como un gran cuerpo viviente que activa infinitas manifestaciones de alerta y desagrado, a las cuales difícilmente se les atiende. Las grandes ciudades aprovechan las corrientes de agua, para abastecimiento y transporte, se urbanizan los antiguos lechos de los ríos y se canalizan los riachuelos que favorecían el tránsito libre de las corrientes subterráneas, generando la resequedad de la tierra desde el subsuelo. La colonización fue un golpe bajo a la vegetación milenaria, lo mismo que la fundación de ciudades en las altas montañas y sus laderas, conquista atrevida del reino de los cóndores. Al penetrar el corazón de la tierra para extraer minerales, no se tiene en cuenta el daño ecológico. Se invaden sin consideración los eternos santuarios naturales de fauna y flora, comunicados desde siempre con los imponentes sistemas volcánicos supuestamente “dormidos”.
La historia de la tierra cuenta los grandes desastres, pero desestimamos esas manifestaciones, las mandamos al olvido y subvaloramos la llegada del futuro. El fin del mundo tiene mucho que ver con la terquedad de la raza humana al desafiar la naturaleza sin acabar de conocerla y menos aún sin lograr controlar sus manifestaciones repentinas: los países árabes construyen sobre el mar; Holanda construye bajo el nivel del mar; Japón edifica sobre restos de volcanes y se adapta a las exigencias de la naturaleza con medidas humanas; y muchos países utilizan la energía nuclear en condiciones de seguridad aparentemente “controlada”.
Colombia es un ejemplo de lo expuesto: ciudades construidas cerca a zonas volcánicas; riachuelos que cruzan las ciudades, canalizados como alcantarillas; aguas negras que van a las corrientes, desaparecen los peces; y las ciudades ribereñas se construyen sobre los antiguos lechos de los ríos. El período de lluvias es tiempo de inundaciones y el verano trae consigo la sequía de los pastos y los suelos.
La naturaleza que tanto nos regala, activa sus alarmas, pero parece provocar nuestra sordera. Desapareció la navegación fluvial la cual hizo parte del desarrollo de la vida nacional, el lecho de los grandes ríos se llenó de basuras, contaminantes y aguas residuales. Nos quedamos sin vías fluviales, desestimamos el ferrocarril y el fuerte invierno acabó con la carretera; quedamos aislados, con dificultades para el transporte de alimentos, mercaderías y personas.
Nuestro planeta y en particular nuestro país necesitan cuidados de emergencia, estableciendo una relación adecuada con la naturaleza, fundamentada en el respeto y el acatamiento de sus comportamientos. Las ciudades cercanas a las corrientes de agua, requieren una revisión dentro de la planeación urbana. Algo debemos aprender de las viviendas lacustres, los palafitos, las casas flotantes del Amazonas. Estar atentos a los terremotos, desde construcciones livianas, sismorresistentes; teniendo en cuenta que hay una enorme diferencia entre las medidas humanas y las medidas del comportamiento de los fenómenos naturales.
La previsión tiene su importancia y es a lo que debemos llegar: “prever lo que no nos va a ocurrir, para que el día que nos ocurra no nos vaya a encontrar desprevenidos”.
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