Desde esta inmensa sala de clases del mundo, acepto que fuiste la mejor maestra: me enseñaste a vivir. Tomé de tu cuerpo las formas de mi cuerpo y de la sangre los caminos de la vida. Cuando desperté de cara al sol, traía tu sonrisa y el aliento de todas las esperanzas, porque habías logrado hacer lo mejor y me habías entregado lo mejor. Mucho tiempo después estuve bebiendo en pequeños sorbos la fuerza que me daban tus cuidados y la bendición que caía desde ese cielo personal ante las respuestas a tus oraciones.
Cuando lograste que me liberara de tu cuerpo sin separarme, me indicaste que aún había cosas para aprender; me tomaste de la mano y desde una sabia orientación, logré delinearle caminos a mis pasos. Primeros pasos a partir de los cuales llegué a todos los rincones del mundo, a las altas cumbres desde donde se contempla la majestad del vuelo de las aves mayores sobre las rutas del cielo, los desiertos de piedra y sed, las inmensas llanuras, los caminos del mar, el viento, las rutas frescas de los ríos y los santuarios sagrados de la montaña y la selva donde aún el sol trata de filtrarse entre el follaje para bendecir las criaturas del suelo húmedo y señalar la ruta de muchos caminantes sin rumbo.
A tu lado aprendí el lenguaje, reconocí de nuevo tu sabiduría, fueron palabras simples y grandiosas, casi mágicas, como las llaves maestras para abrir muchas puertas: mamá, papá, niño, niña, mujer, hombre y respeto. Lluvia, agua, río, cielo, estrella y mar. Indio, iglesia, cura, ponchera. Amor, día, noche y silencio; Dios, duda y esperanza. Fe, tristeza, llanto, dolor y risa. Alimento, salud y vida. Oscuridad, miedo y protección. Escuela, maestro, maestra, recreo, vacaciones, conocimiento, sabiduría y futuro. Miles de palabras, miles de cosas que saltaban a la realidad con sólo nombrarlas.
Cuando llegué a la escuela del pueblo, sentí tu ausencia. Acepté la mano cariñosa que trató de imitarte porque aquel mundo nuevo estaba lleno de otras sensaciones y era diferente el reino de la palabra. Allí aprendí de la amistad, la tolerancia y el respeto al otro; que había caminos duros y conocimientos para los cuales muchas veces se me cerraban las entendederas. Que la dificultad existe y que las cosas se pueden lograr paso a paso, asumiendo retos y construyendo cada día desde el aliento del trabajo y la dedicación a las responsabilidades, concluyendo a lo que debemos ser y hacer y en qué momento debemos renacer.
Recuerdo tus alegrías en aquellos momentos en que pronunciaban mi nombre para entregarme las certificaciones y los títulos de aprobado. Cuan inmensa te veías en el abrazo, llorando conmigo.
A pesar de que eras irreemplazable, entendí tus enojos, cuando el amor que me enseñaste empezó a proyectarse en otros, en otras. Nadie mejor que tú, podía saber de mis temores y mis alegrías, de mis sueños y desvelos. Pero me habías hecho para continuar una obra que tenía comienzo en tu corazón. Así iniciamos el período de las despedidas y los desprendimientos que aceptaste en tus silencios; debía moldear nuevos rumbos desde los caminos que una vez me enseñaste a dibujar sobre mis pasos.
En este día, parecido a todos los días de tus presencias y tus ausencias, cuando niñas y niños han terminado las labores escolares, hago un alto en el silencio de esta escuela para recordar lo que aprendí de ti y para rendirte un pequeño homenaje, desde esta sencilla tarjeta:
“Para vos mamá… la mejor mamá”.
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