Hortensia Hernández es una educadora mejicana, postulante al doctorado en el Instituto Pensamiento y Cultura en América Latina (IPECAL) de Ciudad de Méjico. De su obra en preparación, nos ha cedido unas páginas en las que relata algunas de sus vivencias en el mundo inconmensurable de la docencia:
“Señora, su hijo no estudia” me decían los maestros cuando él estaba en segundo de secundaria. ¿Cómo llegué a ser maestra? ¿Por qué lo hice? Cuando escuché ese reclamo durante dos ciclos escolares, cada lunes, ya tenía muchos años dando clase. Pero en un momento de ese segundo año, de esas idas y venidas de la escuela de mi hijo a mi casa, llorando, resignifiqué mi trabajo, decidí que en adelante sería una muy buena maestra. Antes suponía que lo era, siempre había dado clases con mucha pasión, voluntad y responsabilidad; pero nunca, había hecho a mi práctica docente objeto de reflexión sistemática como lo hice desde ese momento. Tengo perfectamente claro que mi alto en el camino lo provocó mi hijo, la desesperación que significaba para mí, que él despreciara la escuela. Sé que era un síntoma. Así inicié dos grandes transformaciones en mi vida ya de manera muy consciente: ser mejor madre y para lo que acá nos ocupa, ser mejor maestra. Ahora, como en ese momento, me viene el llanto, sigo en lo segundo y quiero regresar a lo primero.
Venía de haber vivido, a mis 15 años, el “68” en la casa de mis papás; a mi hermano el mayor lo tomaron preso en el mitin del dos de octubre y estuvo desaparecido dos semanas. Recuerdo a detalle muchas cosas de esos días: la orden de que nos acostáramos todos en el cuarto de atrás hasta que pasara la balacera, la mano de mi padre estrechando la mía en la marcha del silencio, los periódicos decían que habían detenido a muchos padres de familia junto con los estudiantes cuando el ejército entró a la Universidad y en la lista de detenidos estaban mis papás.
Un día, vimos que había una fila larguísima de adultos con niños de todas las edades esperando inscripción en la primaria…En ese momento pusimos una cartulina cerca de la fila, diciendo que se abriría una nueva primaria en tal dirección. Teníamos dos amigos: un maestro normalista y un optometrista, quienes también se entusiasmaron con la idea. Al otro día llegaron 101 niños de todas las edades con sus familiares… El amigo normalista, era quien naturalmente debería dar clases, pero como le gustaba echarse sus copitas, empezó a faltar… Y fue de esa manera como me estrené como maestra, sin tener ni puta idea de lo que se hacía con un grupo de tantos niños desatados. Así, entre un maestro a media luz y una acelerada, enseñamos a leer y escribir a 70 infantes que se habían quedado sin colegio.
Estuvimos un año escolar allí en la casa. La sala comedor era el salón de clases y como los niños que asistían eran los marginados de los marginados, llegaban sin desayunar, descalcitos, sin cuadernos, golpeados. Los más grandes siempre llegaban tarde (también sin desayunar)… Ni soñando llevaban la tarea. Así, a veces les dábamos de desayunar algo, a veces les comprábamos cuadernos. A los dos días nos dimos cuenta que llegaban sin hacer del baño porque no tenían en sus casas ni baño ni agua…
Estábamos felices con nuestra escuelita, la vida se nos iba en ello. Mi cuñado, se los llevaba de recreo al cerro y les cantaba canciones… el optometrista, nos ayudaba con dinero. ..Un día llegó la tragedia: Juanito, hijo de una lavandera y un albañil, se quemó con todo y su casa de cartón en la punta del cerro…
Para el ciclo escolar siguiente, “El Cuyo Hernández” - entrenador de boxeadores-, nos prestó un terreno… Ahí, convivíamos con un chivo negro que nos daba de topes si nos descuidábamos y se comía los expedientes de los niños. Al poco tiempo una noche nos destruyeron la escuela, demolieron los cuartos y se robaron los documentos. Nunca supimos quiénes habían sido, pero concluimos que fueron las autoridades… “El Cuyo” nos pidió el terreno y nos salimos como a medio año… dejé atrás la escuelita y algunos de los años más felices y duros de mi vida…
Muchos padres de familia y sus hijos nos recuerdan con cariño, para ellos seguimos siendo “los maestros”. Esa experiencia, ha sido una de las más bellas e intensas de mi vida, por un lado fue una vivencia de éxito, fue decir ¡Lo logramos!... Hace como dos meses fui a la escuela, encontré a un hombre joven pintando y al verme -con una sonrisa- me dijo: “Soy Ramiro, usted me enseñó a leer y a escribir en la escuelita”.
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