martes, 21 de febrero de 2012

UNA MUJER...

Solamente una mujer logró salvarse de la epidemia de ceguera que azotó la ciudad durante una larga temporada. Ella demostró que tanto la esperanza como la vida eran cosas posibles y que la luz de sus pupilas podían iluminar los caminos señalando las rutas en medio de las sombras. Imagen de mujer que recrea nuevos episodios en la literatura contemporánea como la Eva de la creación del universo, la sacerdotisa de las religiones primitivas, la virgen, la santa, la bruja, la prostituta, la salvadora en medio del caos y la incertidumbre; la madre nutricia y protectora, precisada a enfrentar la dificultad al lado de su pareja inerme, encarando la suerte de su pueblo y de su gente.

Cuando la nube blanca reemplazó la visión esperanzadora de amaneceres calurosos y noches tibias, se ocultaron las calles, las montañas y las luces de la ciudad, la inmediatez de los lugares de la casa, de los esposos, esposas, amigos y amantes, madres, padres, hijas e hijos y se perdieron  de vista las horas de los relojes y las rutinas de la mesa y la cama. 

El transporte público se suspendió cuando los vehículos colisionaran en medio de una sinfonía de golpes y maldiciones. Agua y electricidad colapsaron, escuelas, colegios y universidades cerraron sus puertas y los gremios científicos declararon una tregua. Las iglesias se abarrotaron de fieles que tropezaban con los pedestales de las estatuas, buscando la intervención celestial para acabar con el flagelo; muchos  rodaban indefensos al contar sin previsión las pocas escalas del atrio. Esta era la hecatombe esperada desde su incurable megalomanía, por un gobernante en un paraje lejano de la historia, en el sopor calenturiento de su anhelada  perpetuidad… pero no alcanzó su tiempo.

La gran miseria humana fue ocupando los límites no definidos de la ciudad. La población afectada fue recluida en un manicomio abandonado porque las psicopatías venían siendo toleradas y controladas por la comunidad con recursos caseros, ante la desidia del estado y la quiebra de las instituciones de salud. Allí llegó el oftalmólogo, su mujer que fingió ser ciega para cuidar a su esposo y un grupo de enfermos. Después de reconocer el lugar, distribuir tareas tanteando y contando tropezones, establecer rutinas de alimentación; solamente quedó pendiente la inútil reglamentación del uso de baños y letrinas.

El día que la ceguera invadió los cuarteles, la guardia que controlaba los enfermos, huyó hacia la ciudad infestada de basuras y cadáveres descompuestos.  Día de liberación para los reclusos del manicomio que divididos en bandos rivales se trenzaron en una gresca que terminó con el incendio del viejo edificio. Los sobrevivientes salieron guiados por sus blancas tinieblas a buscar a tientas sus casas. La mujer del médico encontró agua y provisiones y durante muchos días logró sostener a su grupo de náufragos; hasta que en un día feliz todos empezaron a recobrar la vista y reordenar su vida.

Esta parábola que recrea José Saramago en “Ensayo sobre la ceguera”, es la vida de occidente, la ceguera blanca deambulante en la educación y la cultura; contaminación que impide ver, aprender y reclamar. Patrones culturales que colocan las anteojeras para delimitar lo que se puede ver y pensar, lo que se puede decir, lo que vale la pena soñar y bendecir. Lo demás es ceguera e indiferencia ante la pobreza y la indigencia, ante la miseria, el hambre, el abandono y la falta de condiciones para lograr una vida digna. 

Hay ceguera ante la depredación del planeta y el ocultamiento de los depredadores. Hay ceguera ante la verdad, los delitos y las argucias para llegar al poder; ceguera ante el derroche y la malversación. Ciega indiferencia ante el bienestar social. Ceguera ante las catástrofes anunciadas, por las ciudades construidas frente al mar, en las viejas cuencas de los ríos, y en las tierras erosivas; frente a las sequías recurrentes y frente a las próximas inundaciones. 

Hay ceguera frente a la guerra, y la suerte de los prisioneros, porque puede más el pulso firme y la mano puesta sobre el corazón en la inutilidad del canto de himnos de victoria, que la mano tendida para aceptar y negociar momentos de lucidez en los cuales sea posible la reconciliación y la paz.  

La mujer que hizo parte de aquel grupo de ciegos nos demostró que era posible el futuro, que la vida ofrecida desde el altar de la creación no es objeto de negociación porque es patrimonio humano y que se puede defender en la medida que exista una lucecita de esperanza…

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