“Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo” por alguna razón que no le era oportuno expresar. En ese estado de placidez, las nuevas sensaciones se acomodaron a su cuerpo y a su alma casi sin darse cuenta. Nada turbaba la atención que obligaba a desentrañar la persistencia de sueños prolongados durante la vigilia y reiniciados a la hora en punto en que su cabeza tocaba la almohada. Alguna vez se sorprendió con estas rarísimas elucubraciones aparejadas al deseo de dormir en forma permanente para mirar los resultados del episodio siguiente. Le preocupaba que algo de aquel mundo fantástico se pudiera transferir a la realidad en la noche de un sábado de lluvia.
El autobús la descargó cerca a la casita frente a la montaña, entre la neblina, el río y el frío de las cuatro de la tarde.
Lugar propicio para soñar y recordar, donde todo era posible y las cosas mostraban la sutileza y forma del acto creador: hortensias blanca-azuladas, margaritas, bandas de siemprevivas apoyadas en la profusión generosa de las veraneras, tardes frescas suavizadas por las oleadas de viento rodante desde el páramo cercano, verde de follajes con olor a hierba, pájaros jugueteando en el cielo portadores de su propio resplandor entre esporádicos rayos de sol y constantes gotas de lluvia.
Esa tarde me fugué temprano de sus deseos y tomé otro camino. Los alimentos debían llegar a la montaña antes del anochecer a las zonas de abastecimiento por caminos plagados de soldados cansados de esperar imprevistos, expertos consumidores de moras y guayabas silvestres.
Ella quedó frente a la chimenea sin fuego y sin calor, en el diván, dormida bajo el aliento benigno de la casa. Cuando la lluvia llegó, el techo se llenó de fiesta, se inundó el prado y esas verticales líneas de agua brillaron frente a la luz.
El grupo de adolescentes, invitado por el sobrino, fue condicionado a responder por sus cosas: su ropa, el orden de las camas, las alcobas y la preparación de los alimentos, como regla general de autoformación.
Al anochecer, el grupo caminó los tres kilómetros hasta el pueblo para distraerse un poco con la afluencia de gentes nuevas que recorrían el comercio, turistas que buscaban cualquier cosa para recordar su paso despreocupado por el lugar. Muy a pesar de los afanes, una rara pesadumbre cubría las calles para llevarlos a comprender que no era posible hacer viernes de fiesta. Regresar o quedarse se hizo dilema mientras el helaje se filtraba por los rincones de la piel sin escatimar espacio.
Parados frente al pórtico del templo, no habían tomado aún la decisión final, cuando escucharon la primera explosión, muy cerca, en la plaza de mercado; un ruido seco repetido muchas veces por un eco lejano, seguido por un apagón total.
Pobladores y visitantes empezaron a buscar protección entre prisas y maldiciones, sin encontrar salida a la calle, ni claridad a la confusión; el pueblo quedó en tinieblas. La plaza enredó el silencio y la oscuridad, la torre de la iglesia tronó con la voz asustada de un militar, cuyos gritos anunciaban “el toque de queda inmediato”, una vez, muchas veces.
El grupo intentó abandonar el pueblo en medio de la oscuridad violada por el destello de los disparos, el olor a pólvora y a desamparo. Nuevas explosiones volaron la torre de comunicaciones y solamente balas y maldiciones parecían tener sitio en aquel lugar sorprendido por el miedo. La lluvia arreció y el camino de regreso a casa se hizo triste y fangoso.
Cuando dieron el aviso de “recibido sin problemas”, regresé; quedaba pendiente el resultado de los acontecimientos de la noche. El perro salió a saludarme con su acostumbrada algarabía.
La encontré tomándose un café frente a la televisión, en la que un hombre estaba a punto de ganar una buena suma de dinero por contestar una pregunta sobre la fundación de Panamá… “Es posible que sea Pedrarias Dávila”, dijo al responder, “pero tengo mi duda”. “Mi viejo maestro de historia acertaría… era un hombre sabio”. No arriesgó lo ganado; el moderador conmocionado, dejó escapar una lágrima. Una lejana explosión se llevó las imágenes de todas las cosas, dejando la casa en tinieblas.
En medio de mi propio sobresalto, salí hasta la portada, a escuchar el sonido perdido de los disparos y de las repetidas explosiones. Ella no pudo disimular su preocupación al verme; aunque desconocía mis actividades políticas, recordó cuando obligado a aceptar pertenecer a la oposición armada debía además comprometer a dos de mis estudiantes como simpatizantes de la causa; fingí no conocerlos y talvez no conocerme. Por esa rara percepción de los jueces, fuimos absueltos previa la aceptación de un interminable tratado de condiciones.
Acorralados entre el fuego cada vez más cercano, la tropa y la luz incisiva de las linternas, una patrulla detuvo al grupo que avanzaba por el camino. “Usted, usted, usted y usted, se colocan de este lado, los cinco restantes, hombres y mujeres suben al camión”. Las mujeres fueron ayudadas por los soldados.
En los noticieros de medio día se informó que habían sido abatidos cinco guerrilleros: tres mujeres y dos hombres vestidos con prendas militares, armas automáticas y abundante material de guerra. “Con el presente me permito informar a mi Comandante sobre los hechos en donde fueron dados de baja los sujetos que he mencionado. Los acontecimientos se presentaron en altas hora de la noche, en el casco urbano de la población, cuando los sediciosos pretendían tomarse las zonas estratégicas… Paso el presente informe para los fines que ese comando estime convenientes…”
El sobrino y sus acompañantes, jamás regresaron a casa… Todo esto lo soñó alguna vez y no le sorprendió. Entendí que para entonces yo no estaba tan feliz ni tan lúcido y que por alguna razón inexplicable, su deseo de protección me hacía entender que ella sentía lo mismo…
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