martes, 3 de abril de 2012

MARTES SANTO

Tendido sobre el lecho, en una cama de hospital, el hombre despertó aquella mañana con más lamentos que dolores. El día apenas empezaba a desgajarse entrando por los intersticios de las celosías. Para aquel momento los enfermos, no tenían las mejores intenciones de vivir.

Era la sala de los habitantes de la calle, abandonados a su suerte y a sus silencios. Lo único que tenían a su favor era la inveterada costumbre de haber aprendido a sobrevivir desde la infancia temprana.

Recuperarse implicaba  retomar las mismas rutinas de la soledad  creadas por los abandonos; tal vez morir gastando la última oportunidad, en una esquina o en el cruce de una noche de borrachos en las comunes competencias por “el que gane el cruce”, ante la impavidez de los semáforos y la complicidad de la noche.

La última imagen que tuvo de aquel instante fatal, fue la de un hombre jóven, con un poco más de treinta y tres años, que tomó entre sus brazos el cuerpo tendido en el piso para dejarlo seguro al pie de los focos, donde podía hacerse visible. Allí lo acompañó hasta la llegada de las ambulancias. Los paramédicos acostumbrados a esas rutinas poco preguntaron. El hombre, aún respiraba con regularidad y antes de entrar en una inconsciencia prolongada logró escuchar el diagnóstico de la joven médica que le buscaba por todos los rincones de su cuerpo los signos vitales: “¡Posible sobredosis!”. Sintió su cuerpo adolorido por todos los costados y una sensación de sed: tenía resecas la boca y las entrañas.

Entró en una rarísima somnolencia que lo invitó a recoger los recuerdos: la infancia, iniciada aquella mañana de abril, cuando al despertar se encontró solo, en la pieza de alquiler. Era el comienzo de sus siete años… se encontraba eternamente solo. Dos días después le impidieron entrar a la alcoba, porque sus padres no habían regresado a pagar  el alojamiento.

Por fortuna, encontró una casa nueva, más amplia y cómoda: amplios pasillos que se perdían en el horizonte, techo abovedado pintado de nubes y  soles, lunas y estrellas para todos los días. Los enormes patios tenían árboles que protegían el canto de los pájaros, prados que servían para retozar después del almuerzo o para contemplar los atardeceres de soles rojos.

Incomodaba a veces los cientos de inquilinos con sus juguetes caros, que surcaban  los corredores o dejaban rastros de humo repintando las nubes de hollín y ocultando por momentos las estrellas. También allí, aprendió todos los lenguajes de la calle,  sus intríngulis y una ocupación en el cultivo y cuidado de las flores… y su extraño lenguaje.

El mundo de las drogas lo acogió por la necesidad de sentirse feliz. Lo logró por un instante, por muchos instantes. Abandonó su trabajo de muchos años y regresó a la ciudad, la casa grande. De “vuelta” en “vuelta” lo reconoció la vida, inmerso “hasta el cogote”  en todos los laberintos de los submundos.

Aquella vez, en la estación de policía encontró por fin a sus padres. Un hombre y una mujer de rasgos duros y una mirada llena de historias. No pudo cruzar palabra con ellos, descompuesto por las iras acumuladas por los abandonos,  se lanzó contra el vidrio, rompió el cartel donde estaban las fotografías de los delincuentes más buscados de la ciudad y escupió sus rostros impávidos.

Su llanto se confundió con la sangre que se deslizaba aún por sus puños crispados, en el escape de un alma llena de cicatrices.

Despertó sin sobresaltos, con una sensación de placidez… Sentirse bien lo hizo tener una nueva esperanza.

Antes que el último somnífero produjera su efecto vio a un lado la presencia silenciosa del hombre joven que lo salvó la última noche de la calle, quien lo alentaba a vivir una segunda oportunidad. Le colocó la mano sobre la frente y el enfermo entró en un sueño placentero y tranquilo. Por primera vez en la vida sintió el alivio de haber encontrado un amigo y se sintió feliz. 

En la mañana del nuevo nacimiento regresó a su oficio de vendedor de flores. Miró hacia el campo y reconoció la imagen de un hombre solitario que iba de regreso por el camino. Sonrió para sí y reinició su labor.

Era Martes Santo.

-NLA-

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