martes, 3 de abril de 2012

EL MIEDO

Toda actividad que se realiza tiene un límite; pasar de ese límite es un riesgo; al otro lado se presupone una amenaza. En un instante aparece el fantasma de la inseguridad creado por la escasa información y la mínima protección, se evidencia la dificultad para decidir y la certeza de perder.

El miedo es un mecanismo de defensa en el cual se presenta la falta de aceptación, la falta de amor, la sorpresa, la carencia de control, el paso a lo desconocido, lo inesperado, la posibilidad de la muerte y el olvido: es lo contrario del amor, es la expresión de la angustia. La ansiedad es generada por un temor repentino, pero la angustia se anida en una causa más profunda, el miedo a la castración convertido en palabra. Todos los miedos del mundo deambulan en los territorios complejos de las fobias y en los laberintos de la paranoia.

Los primeros miedos nos acompañan desde el origen, al lado de la madre en sus temores, frustraciones y alegrías y en sus relaciones con el entorno. Lo externo se asocia a la desprotección y la falta de amor: frío, oscuridad, inseguridad ambiental, dificultades en las relaciones familiares, hambre y ausencias. Algunos psicopediatras consideran que los niños no diferencian miedo de emociones internas y los peligros que se encuentran fuera de sí; sin embargo desde la cuna se refuerza el miedo a actuar y decidir: “No toque, no coja, camine con cuidado”, “Que tal que le vaya mal y fracase”.

El miedo se expresa desde los silencios repentinos, el temblor, la alteración, la sudoración, la timidez, el llanto, la parálisis, los gritos y la mentira protectora. El lenguaje de la mentira es la negación a enfrentar lo real, se transforma en lo no real, en el mito, lo ficticio; conducta de protección útil en muchos momentos de la vida y en los disímiles  espacios de la sociedad, la política, la paz y la guerra.

En el mundo escolar el miedo tiene lugar preponderante: inseguridad por la deficiente información, resistencia a ingresar a la institución, a separarse de la madre, temor ante la presencia de personas mayores, dificultad en la socialización y a la aceptación de las normas, miedo a los llamados de atención, los castigos, las pruebas de rendimiento, la salida al tablero, a hablar en público y a los informes escolares. En todos estos casos se desconocen los efectos y se  autoreferencian las probabilidades de pérdida y castigo. Se asume que fracasar es perder: en un examen de conocimientos la insuficiencia de la información determina la decisión del riesgo.

En el mundo de los adultos hay resistencia a tomar decisiones de trascendencia; se acepta depender para tener a quien culpar de errores y fracasos. Es común el miedo a hacerse cargo de los padres ancianos para lo cual se recurre a la evasión y el abandono. Se aplaza la posibilidad de renunciar a la dependencia y dirigir la vida o continuar aceptando que otro u otros la manejen. Muchas parejas resuelven dejar el hogar paterno-materno para hacer vida independiente, pero conservan un invisible cordón umbilical, lo que equivale a trasladar la cama cinco cuadras más allá. Es difícil asumir el desprendimiento y tomar las propias responsabilidades. El objetivo no es renunciar a la familia sino a la dependencia y crear ambientes y lazos en otro sentido, desde el nuevo hogar, para realmente dirigir la propia vida.

Quien no está en capacidad de dirigirse, encuentra quien lo dirija y decida. En la vida amorosa existe el miedo a la pérdida representada en la celotipia. Separarse o divorciarse es enfrentar la soledad y la pérdida de las comodidades.

Cuando se enfrentan los miedos crece la producción de adrenalina y se desafía el peligro: lugar común en algunos “deportes extremos” y en actividades laborales en las cuales se pone en juego la vida; cuya contraprestación es “el salario del miedo”.

La elección del riesgo es lo que nos hace mirar el otro lado de los límites. Estamos seguros que la vida es incierta y esperamos ir de acierto en acierto, pero el error hace parte del aprendizaje: se puede perder o ganar, acertar o fallar.

Vemos el mundo como un lugar peligroso, es lo que tenemos, hay que vivirlo y reconocerlo para mejorar los vínculos con nosotros mismos y disminuir la dependencia hacia lo externo, lo incierto

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