martes, 3 de enero de 2012

MEMORIAS DEL RECICLAJE


La generación del año cincuenta, ubicada en la costumbre del reciclaje, tuvo diferentes comportamientos en lo económico y lo social. Reciclar implicaba utilizar y reutilizar objetos de uso cotidiano, un poco más allá de su vida útil y conservarlos “porque en una emergencia se podían necesitar”. Todos los objetos de la casa cumplían muchas funciones: prendas de vestir, cortinas, cobijas, alfombras y utensilios de cocina. Bastaba un zurcido, un remiendo o un punto de soldadura. Todo lo que se encontraba en la calle como frascos, tornillos, puntillas torcidas, hierro, alambres, resortes, etc, servían para atender emergencias. El depósito era el cuarto de San Alejo, el cuarto de los rebujos y el baúl de chécheres, cachivaches y estorbajos. Tenían gran importancia el latonero, el zapatero, el sastre, la costurera y el peluquero.
 
Se creía en la debilidad de la mujer (sexo débil) y en la fortaleza del hombre (sexo fuerte). El homosexualismo era oculto, innombrable: closet cerrado y tabú. La mujer soltera debía ser virgen y apta para ser conquistada. El noviazgo comenzaba  con la declaración de amor y concluía en matrimonio, entretanto se estimulaba la relación con paseos, serenatas con tipleros y regalos. El matrimonio sentenciaba: “hasta que la muerte los separe”, se utilizaba el mismo vestido de matrimonio de la mamá o de la suegra; los matrimonios de afán iban a la sacristía. Eran pocas las celebraciones familiares y sociales: el día de la madre, el día de los novios, la semana santa y la navidad.  Los hijos se debían tener de acuerdo con la voluntad de Dios, sin importar las condiciones económicas o de salud, evitando los controles. En los nacimientos tenían gran importancia las parteras y solamente los casos difíciles eran atendidos por médicos. Un raro conformismo patentó algunas frases populares: “Todo niño nace con la arepa bajo el brazo” y la más elegante: “Dios proveerá”. Madres de tiempo completo y dedicación exclusiva y padres buenos trabajadores, aunque había pésimos proveedores. La madre guardaba una dieta rigurosa de cuarenta días y eran comunes los partos cada once meses. El ajuar del bebé se guardaba porque debía servir para los próximos hijos. Después de la lactancia los niños tomaban leche de tarro en biberón de vidrio y un entretenedor de caucho para chupar permanentemente, una especie de antiestrés para facilitarle un poco de tranquilidad.

Desde la colonia, los zapatos hacían parte del patrimonio y podían ser incluidos en el testamento. En esta forma se impuso la costumbre de heredar el vestuario, en una cadena de nunca acabar. El pañuelo de tela, era de uso diario durante una semana o más, importante en el aseo de la nariz y se guardaba en el bolsillo de atrás del pantalón.  Las prendas rotas, se cosían a mano o se les colocaban remiendos. Las medias de hilo se zurcían y las de nylon se remallaban, tarea en la cual eran expertas las monjitas. Las mujeres debían aprender modistería para colaborar en estas actividades en el hogar.

La educación se centraba en el respeto y la obediencia por “edad, dignidad y gobierno”. La llegada a la escuela implicaba otro tipo de actitudes, se usaban los zapatos domingueros solamente para la misa en comunidad, de la misma manera que la tarea semanal como el baño y el cambio de ropa. Los zapatos viejos adquirían nueva vida en la remontadora y se les colocaba suela de caucho de llanta. Los zapatos nuevos podían llevar carramplones o agujas de “vitrola” en los tacones y en la punta, para que sonaran. Los útiles escolares debían durar todo el año y solamente se reemplazaban demostrando que realmente se habían acabado, tampoco se podían dejar páginas a medio llenar. Los cuadernos no acabados se reutilizaban en el grado siguiente. Los textos podían ser usados por los hermanos que venían en cursos inferiores.  Después del segundo año se usaba tinta y pluma con encabador. El año se perdía con tres materias, en algunos casos se podía habilitar y hasta rehabilitar. El año perdido, se repetía.

Los alimentos se transportaban en el costal del mercado. La carne y la manteca se envolvían en hojas de “biao” y el periódico era de gran utilidad en el baño. La leche y las gaseosas venían en envases retornables y la comida que quedaba se reciclaba en los calentados.

Fue una época en la que todo debía cumplir su función hasta que fuera estrictamente necesario su reemplazo, de aquello quedan los recuerdos convertidos en piezas de museo, los Cuartos de San Alejo, el mercado de las pulgas, los almacenes de antigüedades y el reciclador como el último personaje encargado de cerrar la puerta del pasado, apagar la luz y salir.

No hay comentarios:

Publicar un comentario