martes, 17 de enero de 2012

INVENTARIO DE LAS COSAS CANSADAS

Cada año, cuando nos proponemos reflexionar sobre el pasado logramos darnos cuenta que estamos envejeciendo sin remedio y que debemos ceder los espacios a la generación de relevo en un momento diferente del tiempo y con otro tipo de intereses y afanes.

Las cosas a nuestro alrededor también van cumpliendo su ciclo: cambian, son reemplazadas, desplazadas y también mueren en el olvido.

Muchas cosas han cambiado sin remedio: La casa familiar de bahareque, que ocupaba grandes espacios, perdió su encanto. Sus paredes irregulares y sus entramados de guadua y madera fueron reemplazados por adobe, hierro y concreto. La tabla de forro dio paso al acrílico y a láminas finamente decoradas con tablilla sintética. Los pisos crujientes que acostumbrábamos “virutiar”, encerar y luego brillar en el juego de costales y cobijas viejas, dieron paso a la baldosa en cerámica lustrosa de brillo impecable. Y los techos de teja española, que siempre ostentaban una gotera que caía en el lugar menos apropiado, se reemplazaron por láminas corrugadas de tejas plásticas o de asbesto.

Las enormes cocinas con el fogón de tres piedras, quedaron reducidas a lo mínimo. La moderna estufa no requiere grandes espacios. Los utensilios pasaron de la madera y el barro al aluminio, el acero, el cobre, el peltre y la plata.  Los muebles de la cocina como la banca y la mesa que servía de escritorio, comedor auxiliar y mesa para planchar, desaparecieron por la falta de espacio y el contenido de la alacena terminó dentro de la nevera automática.

La sala se redujo. Todos los artefactos eléctricos aún en buen estado se fueron reemplazando, pasando a manos de los vendedores de antiguallas: el televisor de tubos en blanco y negro, el teléfono fijo, el timbre de campanilla, el radio de tubos, el radio de transistores, el cambio apareció en la magia de los chips que revolucionaron la electrónica.  Igual suerte corrieron el fonógrafo, la pianola, la rokola,  el tocadiscos de sonido propio, la grabadora, el pasacintas y el equipo de sonido.

La plancha que se calentaba en las brazas y la plancha de carbón pasaron a mejor vida al aparecer un artefacto automático con surtidor de vapor. Otros muebles como el escaparate, el armario y el baúl fueron reemplazados por los modernos closets. Las cosas que se colocaban bajo la cama buscaron asilo en otro lugar. Las rosetas desaparecieron con las instalaciones eléctricas empotradas en piso, techo y paredes. El sanitario que ocupaba la esquina más alejada en el patio, entró a la alcoba principal y al medio social de la sala. La cenicera y la escupidera, perdieron su función en la sala y la alcoba. Igual suerte corrieron el yesquero, el encendedor de gasolina y el aguamanil.

El patio donde regularmente convivían mangos y aguacates, con gallinas, patos, un gato y un perro; quedó reducido a un espacio mínimo iluminado por claraboyas que roban al sol un poco de luz. 

El hogar con padre, madre e hijos y la mamá de tiempo completo y dedicación exclusiva; viene siendo reemplazado por una madre soltera que trabaja y una abuela que hace de niñera.

La casa de los abuelos, llena de cuartos, puertas y ventanas, espacios amplios y jardines; quedó convertida en los reducidos espacios de un apartamento, asegurado con rejas, en unas reclusiones consentidas. Se carece de espacio para el jardín, los patos y las gallinas. Sobreviven a la hecatombe de los nuevos tiempos, un perro nostálgico y cuatro materas estorbosas donde compiten por sobrevivir el trébol y los anturios comprados en una supertienda. 

La ciudad también cambio. La revolución en la construcción puso término a la ciudad tradicional. La nueva ciudad alteró las costumbres y las nuevas generaciones tuvieron otros referentes.

El país cambió ante la rápida evolución en las comunicaciones y el transporte; y la zona de tolerancia desapareció con el tren y el tranvía y la última tropa de arrieros, que aprovechando su recua de mulas, en un atardecer de soles espléndidos, aprovechó para cargar con el pasado.

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