martes, 13 de marzo de 2012

EL BRASIL DE LOS SUEÑOS 2009

El Instituto de Cultura Brasil Colombia –IBRACO-, organizó el Cuarto Concurso Literario - Homenaje a Nélida Piñón. Fueron Jurados: Carlos Castillo Cardona, Juan Gustavo Cobo Borda, María Fernanda Carvajal y Juan David Correa.

CUENTO GANADOR

SIN TÍTULO
 - Antonio Montaña

 “Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña compasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido. Ya que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a rechazarlas”…  
 
Era febrero. La brisa traía olor de carnaval y acarajé. Caminó sin prisa mirando las junturas del enladrillado; un  pie a la derecha, un  pie a la izquierda, sin pisar línea.   De pronto era como bailar; uno, dos, tres,  pie derecho, pie izquierdo: ya no pensaba en él, que no importa cual fuera.  Pensaba en bailar zamba o mere cumbé no importa  si se va bailando. No habrá tropezón.  Va bailando  ay  eh.   Cintura y pierna. 
 
Es el momento de mover lo que uno tiene por dentro para que salga el ritmo. El hombre no importa ya, lo que necesita es mover los bajos y los pies, pa lante, pa tras Bambé  falta la tambora, se oyó resonar ayer. Es febrero y hay que comer acarajé:   sentir la grasa pringar los labios ya sabe a camarón y a batapá.  Muerde la masa que cruje;     dejar que se disuelva mientras das un paso adelante  y otro al lado, sin pisar junturas un, dos, tres.  Ya no hay tambora. 

El cuerpo sabe para donde ir.  Habrá meneo.  El cielo de febrero es azul, ni una nube, el mar abajo verdea y suena a maraca rastrillando la playa, allá donde estuvo una vez con  Bambé, el hombre grande de sonrisa clara, de abrazo cálido. 

Bambé tenía dieciocho años y ella tal vez dos más.  Primero fue bailar, luego retozar y al final, en el suelo, fue cuando vio los luceros brillar.   “Se hizo tarde, Bambé y me van  a regañar”. Padre me levantará la mano – esta no es hora de llegar – ya soy grande papá y tengo novio y bailo forro y zamba.

La ira no duró mucho.  A penas fue un bofetón.  Ahora la carajé sabía amargo. Pero eso fue ayer  un ayer distante, en un febrero mucho más lejano que comenzó en los finales de enero cuando cerró la escuela y llegó a Acatí el circo: traía leones, saltadores en moto, micos bailarines, caballos blancos y una mujercita joven vestida de rojo marañón que bailaba sobre la silla y sin perder el paso daba una vuelta a la pista.  Bambé estaba en lo alto.  Lo vio trepado en una especie de canasta de globo aerostático.  La luz lo enfocó, era moreno y enorme.  Se aterró cuando lo vio dispuesto a saltar está loco, se va a matar, pero no: saeta de pronto impulsado por quien sabe qué se tiró al aire, abierto los brazos, como si quisiera volar y voló.

No ahora Bambé se mecía en una cuerda.  La había atrapado donde  nadie lo pudo ver y aferrado a ella, penduliaba a la una, a las dos, a las tres  Bambé tocó con los pies la bandera roja  y al otro lado de la silla brilló la silla del trapecio:  resonaron los tambores batiendo un largo suspiro de piel. 
Ya no parecían corazón sino tempestad.  Bambé vestía de blanco, por eso se le miraba tan negro, después supo ella que el brillo no era imaginado sino reflejo de luz en las lentejuelas: pequeños espejos donde no se miraba nadie  - No vale nada.  Tu no te puedes casar con un titiritero, con un saltarín  ni con un muñeco de feria.  No pensaba en casarse.  Eso no se piensa nunca.  Quería gozarlo como la otra vez. Tenerlo dentro de su cuerpo.  Y esa vez fue la primera cuando pensó  que lo maravilloso no era el meneo sino la distancia que ella le impusiera. 

Bambé no pensaría en casorio de esos con lujos.  Y sí, acaso en el jolgorio preliminar ¿Quién iba a pagar los gastos?  Bambé ganaba poco, arriesgaba mucho y se le ocurrió pensarse de viuda, vestida de negro, como Eugenia su pariente que no se quitó el luto sino meses después del entierro de su hombre: el que la llevó al altar en Aracatí y le puso pieza en Messejana.  Elegante el sitio como de jugador del Palmeiras, con cortinas buenas para tapar el sol que entraba a raudales y el viento  que entraba los martes, los jueves, los miércoles y los lunes a rociar  de arena la casa entera: desde la cocina hasta la cama doble magnífica con cobertor comprado en Recife en un mercado muy bueno, costoso debía ser, por eso era tan bello. 

Todo se fue destiñendo: mucho sol mucha arena.  Tal vez se vestiría de viuda si los trajes fueran azules; el azul le quedaba bien, el negro reñía con su piel cobriza y ese pelo ensortijado  que de niña sólo se dejaba peinar por el viento. No, mejor bailar que pensar tristezas.  Siguió camino hacía el norte allá donde venía el viento  que arrastraba el sonido de la fiesta.  Se pondría un disfraz, un sombrero colorado tachonado con lentejuelas  para que todos llegaran a mirarse en ella.  Y  recordó a Bambé, sí lo que quería era tenerlo a él, sólo a él, a Bambé.  Para que entonces bailar.

SEGUNDO PREMIO:

LA SOMBRA DE LA MOSCA
Mauricio Zúñiga Cuéllar

“Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña compasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido. Ya que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a rechazarlas…”

Esto fue lo último que ella alcanzó a leer de su cuento favorito “La Naturaleza del Trabajo” de Nélida Piñón, porque justo en ese momento una mosca, que disimuladamente había entrado por la ventana, voló delante de sus ojos y se paró entre las palabras “extraña” y “compasión”. Ella usualmente le tenía un asco impulsivo a estos diminutos seres, pero esta mosca en particular no le pareció tan fea, no le pareció tan sucia, no le pareció tan despreciable. Incluso, le dio la impresión de que la mosca la miraba a los ojos, con sus múltiples ojos, y leía lo que estaba pensando.

La verdad le daba un poco de vergüenza que se diera cuenta lo que por su mente estaba pasando, que se sentía muy identificada con el texto. Se debatía entre lo ridículo de que se diera cuenta de eso, el ridículo de creer que a una mosca le importara lo que ella pensaba, y el ridículo de que una mosca pudiera leer su mente. Pero la verdad es que esta estaba ahí, con los ojos clavados en los suyos, sin inmutarse, sin mover sus sucias patas como debiera estar haciendo, simplemente ahí, penetrándola con cada uno de sus ojos, casi que cuestionándola por sus pensamientos.

Esto le empezó a desesperar. Ninguna mosca tenía el derecho de cuestionarla, ella podía vivir su vida como quisiera, simplemente no estaba dispuesta a tolerarlo. En ese momento un mórbido pensamiento pasó por su mente ¡qué fácil sería simplemente cerrar el libro de un golpe! Lo pensó con mucho detalle, la mosca, con sus múltiples ojos, observaría como esas dos paredes de celulosa se irían cerrando a sus lados sin alcanzar a reaccionar, se sentiría atrapada, ahogada, aprisionada, mientras las letras y los espacios irían comprimiendo su cuerpo; tal vez cada uno de sus ojos saltaría de sus cuencas y así no la podrían seguir observando, quedaría completamente aplastada, inerme, inerte; incluso tal vez destripada y desparramada por la hoja, cubriendo y cambiando el significado a las palabras que la rodeaban. Eso la estremeció un poco, no quería hacerle eso a ese texto que tanto disfrutaba pero que no había podido seguir leyendo.

Pensó en otras alternativas, usar veneno, un matamoscas, un espray de pimienta (con todos esos ojos debería ser efectivo), su máquina de choques eléctricos; pero todo eso podría dejar un rastro en su obra de arte, y era algo que definitivamente no quería hacer. Así que probó otros métodos, dejó el libro en la mesa y empezó a insultar a la mosca, a tratar de ofenderla con toda la jerga que se le ocurría, pero la mosca seguía inmutable, observándola, cuestionándola. Entonces optó por la compasión, y lloró abundantemente delante del libro (cuidando de no mojarlo), pero el minúsculo corazón de la mosca no se conmovió y no se movió ni una letra. Incluso intentó con la ley del hielo, y se hizo la fría sin dirigirle la palabra a la mosca por eternos minutos, pero esta era testaruda y ni así logró generar reacción en ella.

Así continuó toda la noche, con un intento frustrado tras otro, hasta que, rendida y sin nada de energías, se quedó dormida en la alfombra donde se encontraba. La mosca continuó ahí toda la noche, y al despertar, ahí la vio, igual que en la tarde, la noche, y el día siguiente. Ella poco a poco empezó a resignarse y a convivir con aquella mosca. Como supuso que nunca más podría cerrar y guardar su libro, le consiguió un estante solo para él, donde pudiera permanecer abierto sin problemas, y así, poco a poco fue cambiando la decoración de su casa, de su vida, de su ser.

CONCURSANTE  
Sin premio y sin mención:

EL REGRESO
Neverg Londoño Arias


-anaquel-nla-922/VI
“Cuando se dio cuenta de que la naturaleza de un hombre cualquiera saciaría su deseo, sintió compasión. Extraña compasión, que se dirigía a quien fuera que fuese el escogido. Ya que competía al hombre sucumbir ante las propuestas, sin derecho a rechazarlas”… (Nélida Piñón)

En ese instante, una oleada de calor recorrió su cuerpo y empezó a sofocarlo… Sentado en el descanso de la alberca miró la ciudad, desvió su atención hacia el cielo y disipó su ansiedad.

 ¡Este es mi hombre!… El aceptó su miedo e intentó retroceder pero lo impidió un raro cansancio.

¡Llegas tarde a la cita! concluyó…

Caminaron hacia un lugar aprendido en otro momento; recordó a Rodolfo Dos Santos y su figura desnuda frente al espejo en el cuarto de las mujeres el día que renunció a su parentesco de familia. Las cosas alrededor vibraron por el ímpetu de la agresión consentida, al tiempo que las figuras se repetían sobre la superficie virginal de los espejos.

Mariana preocupada por el inusitado vibrar de la casa y los quejidos empalagosos del placer cumplido, los encontró tendidos sobre el piso entre sábanas cómplices enrolladas como almohadas. Invocando la memoria de las santas mujeres de la familia, les increpó con firmeza: le prohibió a él, visitar la casa para siempre y a ella la confinó a la vida espiritual para que lavara su cuerpo y su alma en el convento de las Hermanas Tolentinas.

Sorprendida al percibir el arrullo lejano de una voz indescifrable, entendió los ecos de los hombres de otros tiempos, mensajeros ocultos de la afrenta de la abuela que la condenó a una cárcel de oración y al acoso enfermizo de todos los días. En aquellos lugares de reclusión  sólo bastaba tener piel carnosa y zapote prieto, para convertirse en bocado apetecible para todos.

Los privilegios, desde su llegada, incluían a la hermana Pureza como dama de compañía. Una noche en que ambas eran presas del insomnio, como una forma de evitar esos largos silencios, contó que fue obligada a terminar un sórdido romance con el capellán anterior, un anciano sacerdote, a quien sirvió de enfermera, el mismo que descubrió un Latouret cuyos espasmos repercutían en maldiciones para todos los santos. Su crisis se acrecentó el día que el sol los sorprendió semidesnudos frente a la imagen impasible del Cristo del Corcovado.

Al terminar los maitines, conoció a Francois, un habilidoso jardinero, de quien se rumoraba que poseía unas manos privilegiadas para la caricia y para provocar cierto éxtasis en las flores. Recogido por el capellán  una tarde que los maestros en huelga huían de los militares, contó que había escapado de la Cárcel de Cayena dentro del grupo de prófugos que comandó “Papillón”; aclaró que su participación en la querella de los maestros había sido algo casual:  los manifestantes en retirada, lo arrojaron contra las puertas del convento.

Se volvió diestro en todos los oficios incluyendo el de terapeuta de apoyo cuando las monjas adquirían una fuerza descomunal durante sus delirios de luna llena y en las temporadas de las posesiones diabólicas.

Un mes después de su reclusión, la vigilia de sus exigencias interiores la obligó a romper los protocolos: la noche del lunes buscó la alcoba del jardinero, pero el crujir de una puerta lo alertó; un cuerpo de mujer enredado en hábitos escapó hacia la capilla; la sombra copiada por la débil luz sobre el altar, mostró un brusco movimiento de cabeza que identificó la fugitiva.

En el nuevo intento, la mesa de carpintería sirvió de lecho; aún se escuchaban los pasos de las últimas monjas después de la oración matinal y Francois Monamour era solicitado para dar rienda suelta a sus apetitos. Dos horas después escuchó que se buscaba a la novicia, para la oración de medio día. En la capilla solitaria fue encontrada en un rictus especial que más que de piedad, parecía de agradecimiento.

El taller y la alcoba del jardinero conectaban con la sacristía y su control a cargo de la ecónoma, una anciana que entonaba en un susurro de eses un rosario inacabado para evitar las tentaciones seniles y lograr que el presupuesto estirara hasta los límites de las necesidades.

Desde el vestidero del almacén la mujer salió luciendo un sencillo traje de campesina, pañuelo atado a la cabeza y chanclas sueltas; empacó sus hábitos mientras el jardinero, realizaba el pago. La ducha con agua fría les hizo sentir las molestias de golpes y raspaduras; la difícil escapada escalando el alto muro que conectaba el convento con el cementerio, tuvo su recompensa: ahora reposaban plácidamente en el cuarto de un hotel, alejados de todas las habladurías.

¡Regresaré a Salvador!

Los ahorros estaban agotados y su padre, negado a contrariar la decisión de Mariana, estaba enterado de aquellos planes que habían creado gran revuelo en la comunidad religiosa. La noticia fue conocida en todo el país y la imagen del fugitivo apareció solo una vez publicada en los diarios de la mañana; identificado por la policía cerca al hotel, fue detenido y regresado a Cayena… la mujer desapareció en las calles de la gran ciudad.

Quince años después del encuentro con Rodolfo Dos Santos, aún añoraba esa primera vez. Su cuerpo bien conservado vibraba ante el asedio del aliento masculino del cual se apropiaba con una fuerza descomunal que le salía de las entrañas… deseaba  absorber cada espacio de vida de ese macho sobre el cual cabalgaba…

Al observarlo en el silencio del reposo, algo extraño y lejano percibió… Su cuerpo parecía recordar esa piel y vibrar en torno a ella; pero su alma no lograba aceptarlo, talvez uno más con algún rasgo similar a uno de tantos que cruzó su camino en otras odiseas de alcoba.

¿Realmente quién eres?- preguntó la mujer.

Soy una nave cansada que regresa al puerto – replicó el hombre, antes de sumirse en un sueño profundo… 
-NLA-

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