martes, 5 de junio de 2012


UNA BOTELLA AL MAR

A Diana Marcela   y  Christian Andrés…

En las noches tranquilas, cuando la luna alumbra los caminos del mar;  y en los días tibios de soles apacibles, los viajeros rendidos por la monotonía del agua y el cielo, los pescadores y los hijos de los pescadores ensimismados en las largas vigilias de la pesca y los enamorados que buscan la soledad de las playas; arrojan  botellas al mar con mensajes de saludo, vida y esperanza.

Esta es una antigua costumbre de los vecinos del mar  y de los viajeros sin rumbo; y en algunos casos de los estudiantes de los colegios ribereños que una vez al año hacen su listado de sueños e irrealidades, para que el oleaje acompañado por el viento, transporte ese mensaje contenido en la diminuta barca de cristal que navega dirigiendo su propio destino, para que el mar haga  su tarea y deposite los mensajes sobre la playa donde posiblemente alguien espera, en medio de su lejana soledad, que se le diga si es posible la felicidad y que desde cualquier lugar del mundo se le recuerda en el deseo de acompañarlo en los atardeceres de su vida y sus nostalgias.

El mar es un mundo inmenso, confiable y desaplicado. Dueño de corrientes, senderos de espuma que trazan en secreto los caminos a los marineros. El mar vive en los placeres de sus vientos, sus mareas y de la vida que se recrea en cada rinconcito del agua.

Cuando ella y él, entendieron que el mar era el mensajero eterno y que asumiría su encargo con precisión de relojero, aceptaron comprometerlo en llevar su mensaje.

Sin esperar respuesta, se dieron a la tarea de escribir palabras de amor y esperanza, pensar en propósitos y lealtades en la intención de hacer de la vida una tarea de realizaciones constantes y del amor el aliento permanente para vivir.

Allí se contaba también,  que se podía hacer del sueño una realidad y que más allá de los días y los años se extendía la permanencia sobre el tiempo en las posibilidades de encuentro con el futuro.

Una botella arrojada al mar, llegó una vez a nuestra playa. El mensaje era escueto: “Seremos uno”. No fue posible alcanzar con las manos la orilla opuesta… estaba distante.  Fue mayor la fatiga y el desconsuelo, pero nos alentaron las palabras, las flores y los aromas que acompañaban aquel mensaje en esa botella que llegó sobre la espuma de las olas aquel día de Junio.

La placidez del momento dio a entender que en el universo todo era felicidad. Los hijos habían descubierto la clave de su futuro. No pudimos detener esa lágrima que rodaba por la mejilla marcando los límites de la  ausencia. Ellos entendieron que estaríamos muy cerca, pero también un poco más allá del tiempo y de las ausencias y que les correspondía hacer camino desde el punto en el cual fue plena nuestra compañía.


Este debía empezar; el universo lo había decidido todo, sin darle tregua al dolor. El futuro era su posesión inmediata y la meta de su felicidad estaba en el camino que restaba por construir.

En el momento de los silencios, pensaron que algún día sus hijos y los hijos de sus hijos, rescatarían esa botella enviada sobre el mar de los sueños a una playa distante en el tiempo. Alguien quiso recordárnoslo con sus versos:

“Pongo estos seis versos en mi botella al mar 
con el secreto designio de que algún día 
 llegue a una playa casi desierta
 y un niño la encuentre y la destape 
y en lugar de versos  extraiga piedritas 
y socorros y alertas y caracoles”…
-NLA-

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