ESTAMPA NUEVA
ENERO 01 DE 2002
II…
Pedro
Antonio contempló su propia imagen en el noticiero de la televisión, antes que
la planta diesel fuera apagada en la noche del último Viernes. Secó su sudor
con la misma toalla que ese día sirviera al presidente para secarse las manos
después de lavarlas, al prorrogar la prórroga interminable de las
negociaciones.
Caminó
balanceando su cuerpo por el pasillo del rancho para asegurarse que los
guardias de confianza estuvieran en sus puestos, los saludo con un leve
movimiento de mano y entró a la única alcoba reservada al alto mando.
La
tormenta se desató. Tanteando en la oscuridad buscó la pistola que le acompañara
en tantas luchas, guerras, diálogos y huídas. La colocó bajo la almohada y por
una vez más se sintió solo. Un rayo cruzó el espacio e iluminó todas las cosas
de la habitación con la luz que por un instante se filtró por las hendijas. El
trueno hizo trepidar los techos de zinc, correteando hacia el follaje de los
árboles antiguos.
Aquella
noche no tuvo premoniciones porque los miedos habían quedado enredados en las
noches sin fin de la infancia, en las montañas de Génova, cuando arrastrado por
padres y vecinos huía por cafetales y pantanos, tratando de salvar la vida en
los momentos fatídicos de otra guerra y otros protagonistas.
Recordó
aquella época: cuando alargó el pantalón ya había sido hombre muchas veces y
cuando conoció la primera mujer ya era popular entre las mujeres del campo, por
su valor y su puntería.
A partir
de la primera huída siempre estuvo en fuga y gracias a la montaña y la selva,
la suerte, los amigos leales y las mujeres que admiraban su arrojo, que siempre
construyeron un cerco de inmunidad que aún le rodeaba.
A los
setenta años aspiraba vivir veinte más y morirse de viejo sobre el suelo húmedo
de las montañas y selvas que le abrigaron desde siempre, de cara al sol y justo
en el momento que el destino colocara punto final a su éxodo eterno.
Cuando
alternó con María Cano creyó que la nueva fuerza alguna vez llegaría al poder
para tener días de sosiego en la ciudad y caminar por las calles sin miedo. No
lo pudo lograr porque aquella mujer maravillosa se quedó en la lucha pasiva. Solamente
logró alertar a una sociedad que le daba poca importancia al papel de la mujer
en la vida del mundo, terminando con el cambio de unos bien logrados espacios
políticos, por las frivolidades de clase y el buen nombre de la familia. Se
sintió solo y frustrado, empezó a llamarse Manuel y enrutó sus pasos hacia
otros caminos.
Perseguido
desde entonces escapó a todos los atentados y a todas las guerras, al mando de
un puñado de campesinos sobrevivientes como él, de las mismas guerras, los
mismos atentados y las mismas desesperanzas.
Sentado,
en compañía del alto mando de la insurgencia, espera la llegada de los hombres
del gobierno a quienes solamente les interesa saber el día de su rendición.
-NLA-
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